Me resulta inevitable: cuando doblo las cajas de pizza, me acuerdo de vos, Fidelito. No entiendo, y nunca entenderé cómo fue que no me quedó nada de nuestra escueta y marginal relación.
Es por eso que, revisando los archivos de la memoria, puse todo mi empeño en rescatar un recuerdo bueno. Un recuerdo útil, al menos amable, benevolente, de todos esos días que me despertaba en el lugar más extraño del mundo: tu casa. Porque una casa, es, yo lo sé más que nadie, el reflejo de la gente. Uno puede mentir con la letra, incluso uno hasta le puede mentir al cura, y al psiquiatra. Porque las casas no mienten. Y la tuya siempre me resultó, querido Fidel, un lugar cuanto menos, equivocado. Nadie se imaginaría, al entrar en ella que quien vive allí es un hombre solo, tu casa es una casa de mujer. Es que no te puedo engañar: alguien que cuida plantas y coloca un jarrón amarillo sobre una pared bordeaux es más parecido a una mujer que yo misma.
Sin embargo, tu casa es también el lugar más frío que conozco. Una casa sin sillas no invita a nadie, cordialmente, a quedarse. Me acuerdo perfectamente del día que entré y no había dónde sentarse. Me dijiste “Vendí las sillas porque no me gustaban”. Lo raro es que vendiste todas las sillas, no dejaste ni siquiera una para colgar la cartera, o facilitarle a una tía de 80 años reumática y con bastón.
Pero de todas maneras, seguí revolviendo entre tantas situaciones impagables, y racionalmente no pude evocar ninguna circunstancia edificante.
Porque vos, Fidelito, sacabas lo peor de mi. Hacías foco en mis debilidades, iluminabas siempre la parte que me faltaba, lo que había quedado desprolijo, inconcluso, lo que tenía alguna hilacha, la comida siempre sin gracia, los regalos siempre equivocados, los momentos siempre errados, las oportunidades siempre inoportunas.
La verdad, Fidel, mis recuerdos de vos son una mierda
Sin embargo, ayer, frente a una enorme caja de pizza vacía, en la que bailaban una docena de carozos de aceitunas perdidas, se me vino a la cabeza el único aprendizaje que me quedó de tu frialdad calculada: me enseñaste a doblar las cajas de cartón para que entraran en la basura, sin tener que presionarla tanto hasta romper la bolsa, ni ocupar dos envoltorios para deshacerse de ella.
He aquí la receta: el paso 1 consiste, por supuesto, en pedir una pizza por teléfono.
La operación puede complicarse si en el preciso momento del pedido, al Tomba se le ocurre pasar a primera, más si es un sábado a la noche, y tu casa queda en un barrio cercano al Feliciano Gambarte.
¿Porque no habrás sido hincha del Tomba, Fidelito?. Siempre lo pensé. Al menos habría culpado de tan estrepitoso final a que te estabas dedicando a una segunda relación, como la que todos los hombres bien nacidos tienen con el club de sus amores.
Pero no. Si hasta te quedaba cerca de casa y no fuiste capaz de curiosear el fenómeno ni siquiera para polemizar sobre los barrabravas con la selecta elite de intelectuales de la que formabas parte.
Nunca entendí esa filosofía de vida que te hacía más parecido al jugador de golf que sos que a una persona normal, que a un hombre como cualquier otro, que arma equipos imaginarios para participar con sus amigotes en el Gran DT, o se golpea la cabeza cuando su equipo no gana.
Pero retomando la receta de cómo doblar la caja de pizza, el
paso 2 consiste en que el chico del delivery llegue. Si resulta que el mensajero alimenticio es fanático de El Expreso y este se encuentra en el momento culminante del partido, la situación se pondrá un poco más violenta. Todo porque el hambre, la espera y la poca comprensión del fenómeno futbolístico y mucho mas por la inmensa lejanía tuya hacia cualquier sentimiento de pasión desbordada, llamése amor romántico o fanatismo deportivo, sumado a una heladera vacía, provocan que el ambiente se ponga espeso.
Yo sé, nunca podrías ponerte comprensivo frente a una demora provocada por un delivery a quien le importa más no perderse un gol del Tomba que llegar a tu casa antes de provocar tu furia por su tardanza. En su mundo de trabajador errante vos y tu pulcritud no son más que una mancha blanca en el barro de su motito repartidora. Mientras él no es más que un mamífero mal educado para vos.
En el hipotético caso que el repartidor se decidiera a arrancar la moto en algún momento, y llegara finalmente a tu casa con la pizza, pasaríamos al paso 3. La cena.
Este momento podría resumirse en devorar la pizza, degustar el vino y finalizar la velada. Pero puede extenderse un poco más la explicación, aunque después de la comida y la bebida ya no hay mucho que explicar. A quien se le ocurre, sino a mi, relacionarse con alguien que come la pizza con cuchillo y tenedor.
De todas formas, con cubiertos o sin ellos, a la hora de la digestión, uno ya comienza a pensar qué hacer con esa enorme y vacía incomodidad. No hablo sólo de la caja, claro está, sino de la vacuidad de nuestra siniestra relación. Dos idiotas tratando de parecer normales, cuando ninguno de los dos quisiera estar allí, conteniendo la respiración. Yo, con ganas de tirarte la caja por la cabeza, decirte lo infeliz que era por haberme convertido en esa especie de novia no declarada que odiaba ser y vos con lisos y llanos deseos de que eso que pasaba entre nosotros (digo eso, porque en verdad siempre fue inclasificable) nunca hubiese sucedido.
Sin embargo, ninguno de los dos decía nada. Ambos soportábamos el sopor del silencio chorreando por las paredes bordeaux y de fondo, la hinchada de El Tomba coreando una canción de cancha irreproducible para nuestros oídos poco acostumbrados a ese tipo de sonido.
Volvamos a la caja, único vestigio de nuestra relación forzada. E intentemos reconstruir su desaparición.
El tema de cómo destruirla, es directamente proporcional a las mentiras que somos capaces de decir. En este caso, de las mentiras que los hombres son capaces de inventar.
En general, los hombres que no mienten mucho, no se plantean demasiado qué hacer con la caja, porque lo importante, lo que había en ella, ya se esfumó. Nunca piensan en que necesitarán una bolsa más grande para arrojarla en la basura, ni se preguntan por qué no haber hecho otro pedido, alguno que no implicara incómodos envases de los que hay que deshacerse.
Sin embargo, los golfistas como vos necesitan tener calculado en qué utilizarán cada centímetro cúbico de su energía. Medir las reacciones. Pensar exactamente para qué harán tal o cuál movimiento.
Al mismo tiempo, necesitan instrucciones de vuelo para saber cómo pilotear los momentos previos y los posteriores a la cama con una chica que de la que no están enamorados. Los hombres comunes a veces se bañan, le abren la puerta, tienen sexo, quizás le preguntan el nombre y ella después se va. Y ellos encienden el televisor y se dedican a mirar el partido. De la chica, ni noticias hasta la próxima cama.
Pero vos, vos como todos los que para tirar una caja de pizza primero la empapan debajo de una canilla y después la apelmazan hasta convertirla en un bollito insignificante de cartón arrugado, vos necesitabas envolverme a mi también. Darme argumentos, dejarme que me acercara para después borrarme, buscar que ocupara un lugar en tu vida, pero cuando te resultaba incómoda llevarme a un remate, tal y como sucedía con todas las cosas que te molestaban y lo digo literalmente. Todo lo que en tu casa ocupaba demasiado espacio, terminaba formando parte de los objetos a rematar en Venturino. Inclusive los palos de golf y la guitarra. Todo.
Pero yo me di cuenta a tiempo. Me di cuenta que vos y tu manera de doblar la caja,
Que vos y tu frialdad deportiva,
Que vos y tus cálculos absolutos,
Que vos y tu crueldad mecanizada,
Que vos y tus absurdos movimientos de golfista siniestro,
Que vos, Fidelito, eras un tremendo hijo de puta.
Pero te agradezco el aprendizaje, porque de todas las cosas que me enseñaron las personas tóxicas que conocí en mi vida, vos aportaste la más útil de todas las que aplico a diario en mi doméstica vida.
Por eso, cada vez que humedezco una caja para doblarla y tirarla al tachito de los desperdicios, me acuerdo mucho de vos, Fidelito. Y te mando mis bendiciones.