Las personas que trabajamos con las palabras lo sabemos muy bien. Las palabras son peligrosas. Capaces de crear imperios, de acariciar como la mano de una madre. Pero también son cuchillos, armas. Hay personas que tienen en la lengua o en las manos, un bisturí afiladísimo. Otros que se suicidan colocando prolijamente, unas junto a otras, vocales y consonantes. Y a veces, cuando estamos muy atragantados, debemos vomitar palabras para que no nos ahorquen. Ahogarse con palabras, es peligrosísimo. Porque no hay maniobras de resucitación para esto. El ahogado no demuestra estar muriendo, se lo ve normal. El ahogo no produce síntomas. el color de la piel es el correcto. Los labios no se vuelven morados, ni los ojos se desorbitan. Las manos no tiemblan. Sólo un brillo letal en la mirada puede advertir que la persona está muriendo, y que en la garganta tiene un incendio. Hasta que el momento llega. El tubo digestivo se abre como una fosa, y de ahí brotan improperios, mezclados con sangre y agua. Generalmente, después del ataque, la persona muere. Pero quienes están a su alrededor no salen indemnes.
Los que presencian el infarto vocal, corren a ocultarse, porque las lenguas de fuego y pus que brotan del que lo padece, salpican y contagian. De repente, nadie sabe cómo sucedió, cómo ese hombre lobo del idioma estaba oculto debajo de un empleado de comercio, de un gris bancario o de una suave ama de casa, que nunca levantó la voz, a no ser para quejarse del elevado precio de las alcachofas.
Es ahí, ante el cadáver del infartado, que se activa una cadena de culpas. Si vos lo viste ayer, estuvo en tu casa, se tomaron un café a la mañana, vos te sentabas en la caja de al lado, no te diste cuenta, cómo se te pasó esto, el día menos pensado vino a pasar, no me imaginé, qué vamos a hacer ahora, quien se lo dice a los hijos, levanten ese muerto de ahí que está largando olor, tápenlo con un diario al menos, que no se vea, ya tiene la garganta agusanada, démosle cristiana sepultura, y la madre, qué va a decir la madre, pero cómo nos pudo pasar esto, somos gente honrada, vamos a pagar este entierro, mejor lo cremamos y esparcimos las cenizas en un lugar verde, para que descanse en paz.
El problema, es que, como sucede con las personas expuestas largamente a la radioactividad, los seres que perecen víctima de un infarto vocal, siguen contaminando una vez que han muerto y sus cuerpos han sido enterrados, bajo siete capas de olvido y aún dentro de una sepultura de concreto sellada al vacío. Es un raro mal, pero los muertos que fallecen de infarto vocal siguen hablando.
Hablan, debajo de la tierra. Hablan. Recitan profesías. Dicen, no pueden parar de decir. Dan el pronóstico del tiempo y siempre aciertan. Confiesan los números del kini, y los que apuestan a ellos, ganan fortunas. Te enrostran que la ropa te queda mal, te recuerdan que olvidaste saludar a tu hijo para su cumpleaños. Te amenazan con desparramar tus propias miserias.
Y nadie sabe como parar esas voces. Es más: he visto pueblos enteros inundarse porque sus alcaldes mandan a cerrar las canaletas, tapar los pozos, sellar las bocas de tormenta, blanquear las tumbas y asegurar cada uno de los huecos de la ciudad donde el infartado vocal se ahogó en su propio vómito de palabras. Pero no da resultado. Las palabras parecen llover del cielo y viajar en el viento. Siguen dando recetas, divulgando verdades y describiendo cada una de las causas que lo llevaron a la muerte.
Nadie puede hacer justicia por ellos. No hay forma de callarlos. Porque, huelga decirlo, están muertos. No pueden escuchar. No hay forma de tomar contacto con ellos. Sus palabras son como una ráfaga. Una estela. Las luces de un barco que se ven aún cuando el barco ya se encuentre demasiado lejos. El brillo de las estrellas secas hace miles de años.
El muerto ya no está. Pero sus palabras letales quedan. siguen encendidas. son brasas eternas que nadie puede apagar sino a riesgo de quedar convertido en carbón.
Sólo quienes vieron ese brillo de advertencia en sus ojos podrán, más tarde, descansar en paz.