El primer día se da cuenta que no puede seguir más
así. El segundo pide ayuda. El tercero se va al refugio, a la calle, a la casa
de una amiga, a la esquina, se escapa, camina, trepa, corre, se esconde.
Digamos, zafa.
Zafa del golpe, de la predación, del grillete, de la
piedra atada a su cuello.
El tercer día zafa, digamos, de la bolsa de plástico
y del olvido.
Zafa de la lápida, de la mancha de sangre en el
guardapolvo de sus hijos.
De casualidad, de suerte, por gracia de algún dios
lejano, por propia convicción, por convicción de otro, pero zafa.
Arañando las paredes, rompiendo las cadenas con los
dientes, yendo con su casa a cuestas, como un caracol de ciudad.
Y todos con el cartelito de ni una menos, se sacan
la foto y vamos andando, a seguir cada uno con su vida.
¿Y el cuarto día?
El cuarto día no hay Estado, no hay trabajo, no hay
comisaría de la mujer, no hay nada. El cuarto día es la llama de una vela en el
viento, tratando de no apagarse.
El cuarto día, es el más largo e interminable de los
meses. De los años. El cuarto día de ni una menos, es ver qué hacemos con una
más.
Porque las víctimas de violencia de género,
generalmente no cuentan con recursos propios, internos, para valerse por si
mismas desde que deciden no ser la siguiente presa.
Por eso, si el cartelito “ni una menos”, no implica
nada más, es una menos. Una menos que va a creer que valió la pena ponerse a
salvo, agarrarse con fuerza del mundo, con los pies colgando de un precipicio
ensordecedor.
Faltan puentes, redes, carreteras, rutas, calles,
falta dibujar el futuro que nos queda por delante. Eso falta.
Entonces, si el cartelito es solo para la foto, es
una muerte más. Un golpe más. Una puerta que
nuevamente se cierra.
Disculpen mi insistencia, pero ni una menos es una
más: hay que ver qué hacemos con ellas.