domingo, 22 de mayo de 2011

Adoptando a un payaso

Lo que describiré a continuación, es una situación de la pura vida real. Se trata de una conversación entre un payaso malabarista un poco alcoholizado y yo, hace tres días en la esquina de un supermercado. La aclaración vale porque yo venía de una semana en la que había navegado amargamente en un estado de angustia tan grande como un big mac doble carne, doble queso. Mi heladera se había convertido en un claro reflejo de ese estado de decadencia emocional: un páramo. Por lo tanto, decidí hacer de tripas corazón y entrar en el palacete mayor de la sociedad de consumo: el supermercado. Ese lugar en el que apenas te tomás de un carro, todos tus problemas parecen diluirse en un mar de envases de colores… para volver a corporizarse juntos, al mismo tiempo, al llegar a la caja.
En fin, después de un par de yogures, crema para las manos y una juguera de plástico totalmente inservible, emergí airosa de la situación. Puse primera y salí de allí con un ramillete de bolsas en cada mano. Ya la angustia fast food había vuelto a acomodarse en su lugar, en el esternón, donde la sentimos generalmente los mortales.
Al llegar a la esquina, rumbo a la parada del colectivo, el semáforo en verde me obligó a detener la marcha de las bolsas. Fue allí donde sucedió la escena, que de haber sido en Manhattan, hubiera pensado que Woody Allen la estaba dirigiendo, oculto detrás de un árbol.
Un payaso malabarista envuelto en una nube etílica prominente, me interceptó haciendo un juego con sus pelotitas de colores.
- ¿No me querés adoptar? (me dice, decidido a traerme sus papeles filiatorios)
- No, querido. Yo necesito alguien que me adopte a mi. (respondo dándome cuenta que le estaba contando parte de mi vida al payaso)
- Yo te adopto (contesta él, mientras el semáforo amenazaba con cambiar de color)
- Si me adoptás me tenés que mantener. (le digo, evaluando la propuesta)
- Si, no hay problema, yo te mantengo (dice, blandiendo sus pelotitas de colores, única fuente de ingresos del posible grupo familiar que formaríamos)
- Pero con esto no nos mantenemos los dos (le digo, ya poniendo una cuota de realidad a la conversación)
- Si, si, yo me hago cargo de los tres (dice él, cada vez más convencido de la empresa que estaba por encarar)
En ese momento, la charla terminó. El semáforo en rojo lo obligó a desplegar su talento de mantener las pelotitas en movimiento y al mismo tiempo, intentar que los autos no se desaparecieran sin dejarle una colaboración.
Yo me alejé llevando conmigo la angustia, las bolsas con los yogures y una duda que me carcome la cabeza hasta el día de hoy. ¿Quiénes seríamos “los tres” de los que mi príncipe consorte de nariz colorada habrá querido hacerse cargo?

Aclaración: la imagen es solo ilustrativa. El de la foto no es mi candidato real.

viernes, 6 de mayo de 2011

Tobias



Este es mi sobrino Tobías. Es el de la foto, ese mismo. Mal que me pese, tiene una mirada muy triste. Su vida no ha sido fácil. A los adultos, ocultar la pena les genera arrugas. Acritud de carácter. Estrés. Idas y venidas al psiquiatra. Empastillamientos. Alcoholización de la angustia. Ostracismo. Ataques de pánico. Compras compulsivas.
Para un niño, ocultar la pena es imposible. Es Tan difícil como intentar remontar un barrilete con una cuerda corta y sin una gota de viento.
Desde los cinco años, intenta remontar ese barrilete imposible en el que se le convirtió la vida. Nos pasaría a todos, no puede. El destino, ese libro a medio escribir, manchado de tinta, supurando anécdotas que no elegimos, nos pone muchas veces frente a un abismo. y nos pide que no saltemos, pero no nos da un mapa para buscar alternativas, ni siquiera encontramos miserables palitos para hacer un puente. Tobías, desde los cinco años, está profundamente dedicado a encontrar otro camino y no caer. Y no cae, no cae el pibe...
Su historia tiene algo de Borges. Tiene esa impronta de lo insoslayable, del mito indolente del eterno retorno. o de la eterna pérdida.
Es que Tobías es parte de una pérdida desde antes de nacer.
Su papá no tuvo papá. Se ilusionó con un hijo como quien se ilusiona con una respuesta que encontró y que inmediatamente, perdió jugando.
Ese temor de perder lo que creemos impostergablemente nuestro, cuando es demasiado profundo, se hace, por fin, realidad.
Como por arte de burla, mal chiste del destino, hueco en el cielo, como extraído por las garras de un sádico dios que escupió sus maldiciones ancestrales, el niño corrió la misma suerte que el padre.

Y desde entonces, no brilla, pero no cae.

Soporta tormentas que hasta para un pescador entrenado, serían demasiado bravas.
El Tobi tiene un alma vieja. Como lavada entre las piedras de un río. como repujada con un cincel.
El Tobi tiene nueve, nueve mil, nueve millones de años.
Quizás por eso, su empeño en no caer, en dedicarle un sueño a la patineta nueva, en desgajar una infancia un poco atormentada, me hace avergonzar de mis propias quejas. De esas dificultades con las que es obligación de un adulto lidiar.
Quizás porque está el Tobías en mi vida, creo que la gente es injusta con el dolor. El que realmente vale, es el que no encuentra respuestas y sin embargo, no cae.