Hoy quiero referirme al crítico compulsivo de las acciones de los otros. Ese puñado de sobras intelectuales, que a falta de logros propios, defenestra sistemáticamente los ajenos.
Los llamaré cariñosamente, “El Lilito”. Que cada uno saque sus propias conclusiones.
El lilito es el típico ratón de biblioteca, que pasada cierta edad, quiere seducir desde el intelecto, pero sin moverse del living de su casa o de la comodidad de su escritorio.
Habla de construir un mundo diferente, pero no piensa aportar un adobe.
Se refiere con una impunidad extrema a los errores de los demás, cuando jamás a realizado una acción, al menos mínima, para modificar todo eso que piensa un espanto y un absurdo.
El lilito, es lisa y llanamente, un fraude. Sus actos creativos son parasitarios. Tiene poca capacidad de autocrítica. A veces utiliza algunos ardides para ocultar lo que realmente piensa: él es un talento al que nadie ha descubierto. La sociedad lo rechaza. El mundo está en su contra. Por eso, se sienta pasivamente a insultarlo.
Es autor de una revolución que piensa concretar desde alguna red social, como twitter o facebook. Será una revolución de manual. Tan efectiva como las utopías fundamentalistas. Tan ezquizoides como los golpes de efecto de los ultra algo. Cuando algo es demasiado ultra termina convirtiéndose en cenizas.
En realidad, lo ultra – ultra, esconde la absoluta inoperancia. Está pensado y apunta a fracasar.
Pobre Lilito. Afecto a la queja crónica. A ese lamento macerado en desidia del que arrastra y no concreta. En verdad, estos seres tienen una ventaja: enfermarán de algún mal que los mantendrá años y años, con vida. No mueren fácilmente. No se desintegran en el aire de un ataque al corazón, ni los achicharra un ACV fulminante. No, no. Son propensos a debilitarse, a marchitarse, a deshidratarse, a autofagocitarse. Pero no son presa de una muerte súbita. Más bien, desaparecen con el tiempo y el olvido, se apagan. Eso porque la gente se acostumbra a su cantinela permanente, tanto y tanto, que un día, ya no se escucha más. Su penar se vuelve parte del paisaje, se diluye entre los ruidos cotidianos, como las bocinas de los autos y el grito del diariero.
Un día, ya nadie se acuerda de ellos, pues sus planteos son tan vacuos como las investigaciones de cierta señora rubicunda de la política.
El lilito ha muerto. Larga vida al lilito. Da lo mismo porque el lilito siempre fue una entelequia imaginada por sus propio, monocorde e interminable lamento.