Fui una descuidada ginecológica durante muchos años. Sin embargo, entré en razones hace poco tiempo y ahora asisto regularmente a esa degradante y necesaria ginovisita anual. Si bien la doctora X está dentro de los parámetros de tolerabilidad que puede resistir mi espíritu, ella, como toda ginecóloga que se precie de tal, tiene afición por las embarazadas.
Para las que solo asistimos a controlar que el coctel hormonal femenino no cargue contra nosotras una vez por año, tolerar el espectáculo materno - parental, en el que la chica - señora - mamá se deja conducir como una incubadora con ruedas, ya no únicamente por el marido 50% responsable de su preñez, sino por toda una familia que auspicia que la mujer sea considerada durante 9 meses tal y como un envase viviente de leche larga vida, la situación se vuelve desde incómoda hasta imposible de soportar.
Además, en los consultorios de las ginecólogas de mamás de clase media, todo es peor. La mujer de clase media vive fustigada por el marido de ingresos medios, que puede ocupar la mitad de su tiempo en hacer preguntas fuera de lugar al ginecólogo. Los más pobres y más ricos no pueden o no quieren instalarse en esos paraísos médicos de perpetuación de la especie. Unos ocupados en grandes negocios, otros ideando estrategias de supervivencia diaria, ni se enteran de la gravidez de sus mujeres. Los pequeño burgueses, en cambio, trabajan en sus oficinas, en sus empleos en relación de dependencia, en sus comercios chicos y cuentan con la mitad de su tiempo libre para romper abierta, lisa y llanamente las pelotas. He visto y me han contado cuentos espantosos de acoso explícito hacia la pobre dama preñada en la sala de espera. Desde ser custodiada por toda una familia para ver la pantalla del ecógrafo, olvidándose que quien transporta al crío es una persona y no una gallina ponedora, hasta ser sometida a un interrogatorio que incluye alimentos y actividades del día, cuántas veces subió una escalera y cuántas veces accionó un control remoto y si tales actividades le pueden hacer expulsar al heredero.
Lo más patético que he escuchado al respecto fue la situación de una mujer que era "regada" con agua mineral por el macho semental, temiendo que ambas pertenencias suyas -hembra y cría- se le marchitaran antes de florecer. Una verdadera degradación mujeril.
Hace unos días atrás, dos parejas de "embarazados" - cómo les pondría un bozal legal a los que van a ser padres y madres para que dejen de usar ese término absolutamente mersa- hacían "la previa" antes de ingresar a ser censados por la ginecóloga. Además de la boludez lógica que encierra la situación pre-parto, estos cuatro ejemplares de clasemedismo urbano en estado avanzado de embarazo, eran sumamente católicos. La conversación giraba en torno al pesebre viviente que se estaba armando en la parroquia a la cual pertenecían, actividad paranormal que al parecer, practicarían esa semana. Supongo que el gran deseo de las futuras ponedoras y el sentimiento de competencia que las movía en ese momento, era definir cuál de las dos sería la representante de la virgen María en el evento. En medio del bucólico cuadro, yo sólo quería rescatar mis estudios anuales y huir despavorida.
Que quede claro: no estoy en contra de la perpetuación de la especie, de hecho aún no he decidido si quiero o no participar en esta actividad. Pero prohibiría el ingreso de padres pelotudos a una sala de espera de consulta obstétrica. Aunque, nobleza obliga, chicas, tenemos que admitirlo: existen (y a patadas) las mujeres que se muestran de acuerdo, orgullosas y hasta emocionadas por que su marido las conduzca y las considere las mejores empolladoras de toda la sala. Y así, muchachas, no hay Simone de Beauvoir que nos defienda. Somos las culpables de ser las incubadoras de la historia, y de estar felices por eso.