Quien se acercó alguna vez a oler leche rancia, se clavó agujitas debajo de la piel para “ver qué se siente”, o lloró reiteradas veces con la muerte de la mamá de Bambi, puede entender por qué algunas mujeres tienen esa extraña adicción a buscarse relaciones de segunda selección, sólo por el simple placer del masoquismo.
No voy a sacar los pies del plato, porque yo también lo he hecho, también he mirado doscientas veces el celular en busca de un mensaje de texto que no llega, y me he entusiasmado con tipos que me valoraban tanto menos que a su bicicleta. No voy a negar que me he tomado taxis en la mitad de la noche, jurando nunca más volver a ciertas camas y he regresado, contenta de romper esa promesa, a los tres días. También me he sostenido, como un náufrago a una boya, de frases pelotudas como “siento algo por vos, pero no me animo a decirte qué”, o “la verdad, es que no me licuás la cabeza, pero tampoco me sos indiferente”, una colección de paparruchadas sin sentido, pero que en el momento de querer “ser algo de” te sirven.
Para mi la respuesta es que somos una generación que creció con las telenovelas de Andrea del Boca, en las que si no sufrías, no te habías enamorado. Tenías que llorar, y revolcarte en el lodo de la desilusión, el desamor y el abandono para conocer bien de cerca lo que es un verdadero sentimiento apasionado. Eso de ser felices y punto, no contaba.
Por eso, la cosa está en sentirse una porquería por un buen rato, que te maltraten, te esquiven, te usen como a una pantufla y luego, te olviden debajo de la cama, ¡eso está buenísimo! Eso, eso tiene onda.
Que el mismo que antes te asedió a mensajes de texto, correos electrónicos, regalos, invitaciones, llamadas y otros subterfugios de la comunicación ahora desconozca tu número, no te llame ni para saber si te mató el monóxido de carbono de una estufa que quemaba mal, no es tan grave. Siempre aceptamos esas justificaciones fuera de lugar, que sabemos que son tan creíbles como una pelea entre vedettes.
Si en cambio asumiéramos la relación de segunda selección como cuando compramos una prenda fallada, sabiendo que es eso, un pantalón mal cortado, un vestido sin breteles, un par de zapatillas de distinto número o un saco sin botones, todo estaría bien, qué más da. Pero no, no, no. Las mujeres a veces adquirimos esos paquetes como si nos estuviéramos llevando un vestido de Dolce & Gabbana, por unas moneditas nada más, que equivalen a nuestro sufrimiento diario.
Y para peor, lo coronamos con esa frase que nos encanta decir, porque parece que nacimos con tendencia a enarbolar causas perdidas: “ya va a cambiar”. A ver, querida mía, amiguita que ya rozás los 40, y que seguís creyendo en que si frotás la lámpara de Aladino, un geniecillo te salvará del artefacto descompuesto que compraste, te lo voy a decir con todas las letras, en castellano, imprenta y mayúscula: NO VA A CAMBIAR. El que siente algo por vos, te lo dice, el que te quiere, no te hace sufrir. Si querés seguir navegando en el mar de mentiras piadosas en el que decidiste sumergirte, será mejor que te compres unos cuantos ovillos de lana, y comiences a tejer de día y a destejer de noche, como Penélope, esperando el milagro. Y sino, estaría bueno que aceptes que ese personaje que aparece de vez en cuando, no te llama nunca, y te elige para hacer más llevaderos sus domingos a la tarde, no estará dispuesto a acercarte hasta la puerta de tu casa, abrirte la puerta del auto y ofrecerte un pañuelo cuando quieras llorar en su hombro. El que te quiere, no te hace esperar, te lo va a reconocer y punto. Dejemos de engañarnos, en un outlet no hay modelos de colección, a no ser que busques un par de especimenes para llenar tu nutrido insectario. En ese caso, te podés ir gestionando una buena caja de alfileres, y comenzar a pinchárselos en la espalda.