Hoy quiero hablarte a vos, inadaptado social que no hacés otra cosa que trabajar, mientras el resto de los mortales estamos ocupados en algo mucho más urgente: vivir la vida.
Hoy quiero hacerte reflexionar, marmota rastrera que no hacés otra cosa que succionar los calcetines de tu jefe o jefa, y mientras los seres del montón (es decir, todos nosotros) sacamos la cuenta de cuántos minutos nos quedan para salir rajando del yugo torturante, vos disfrutás de quedarte a regalar tu tiempo en la empresa, negocio, sucio mostrador alienante detrás del cual te gusta quedarte encerrado, mientras el mundo gira, y pasam los otoños, inviernos, veranos y primaveras sin que te des cuenta, sin que sientas frío ni calor, porque total, dentro del apestoso cubículo donde ubicás tu repugnante existencia sin gracia, siempre hacen 25 grados.
Pero en especial, quiero dirigirme a todos estos parásitos que crecen en las redacciones, porque, nobleza obliga, primero está mi profesión periodística, y además, porque los que más me molestan son los que tengo más cerca. Aunque, reconozco que en el ejercicio de cualquier actividad remunerativa siempre hay alguna alimaña de estas que no disfrutan de la vida, y tampoco permiten que los demás lo hagan.
Díganme quien no tuvo alguna vez un compañerito de estos que han dejado de sentir gusto por la vida, y cuyas anécdotas se reducen a lo que hizo o dijo tal funcionario, al título que le ganaron a otro, a la notita que sacaron primero, y a la información que nadie tiene y que sus geniales cabezas se apuraron en conseguir…
Son los mismos que si no respiran un poco del monóxido de carbono que se cuece en una redacción, pueden morir de un ataque de aire puro en el parque.
Entran a trabajar a las mañana y se vuelven a sus agujeros a la noche, asustados de tener que conectarse con un pariente, familiar, amigo que no entienda lo que es título y bajada, fóbicos de entablar una charla con el verdulero, y desesperados por la falta de cafeína en sangre que proveen las máquinas expendedoras de ese brebaje negruzco que te carcome las entrañas.
Entonces, como no pueden arrastrar sus existencias plomizas, como se les oxidaron las persianas de sus cuchas por no abrirlas nunca, no tienen problema en cagarte lisa y llanamente la vida, trabajando más de la cuenta.
Cuando nadie lo quiere hacer, surge el solista de la pelotudez “yo lo hago, no tengo problema!”
A ese viaje que nadie quiere ir, él acepta participar, aunque se tenga que volver de un crucero por las Islas Vírgenes para hacerlo
Si hay una nota a las 3 de la mañana, él va, y le compra las pilas al grabador de su propio bolsillo.
Si no hay auto para concurrir a una entrevista en el fin del mundo, él presta el suyo, si no lo usa más que para estacionarlo frente al diario, revista barrial, semanario, o pasquín en el que se desarrolla su mediocre capacidad periodística, que el valora como una ciencia exacta y como el único sentido de su existencia
Hace 12 años que no se toma dos días de franco seguidos, porque los está juntando para un viaje que, por supuesto, nunca hará
Se volvió antes de las vacaciones porque “se le acabó la plata y qué iba a hacer tantos días en su casa”
Si, tuvo una relación en serio en su vida de la que no se acuerda muy bien, pero cree que fue a los 14 años
Sólo lee revistas de actualidad, consume diarios y está enchufado las 24 horas a los medios digitales
La última vez que no trabajó un domingo fue cuando hizo la primera comunión
En definitiva, si tuviera que vivir la vida, debería alquilarse una.
Por mi, podría seguir vegetando perfectamente en su nube de papel de diario, que me daría exactamente lo mismo. Pero hay un detalle: estas personas nos traen problemas a los que nos gusta disfrutar de nuestra existencia, de los que regamos las plantas, hacemos de comer, caminamos en patas por la casa, nos juntamos con los parientes por más desarmadas que tengamos las familias, y nos rascamos la panza de vez en cuando. Y si hay algo que me produce una furia incontenible, es que me los pongan de ejemplo.
Porque si el pelotudo que está atado con un grillete a la pata de su escritorio por su voluntad propia, quiere seguir ahí, Adelante! Yo lo ayudo a cerrar el candado y me trago la llave así no la encuentra nunca más.
Ahora, ¿sería posible que se ahogara en su mar de boludez solo, o yo lo tengo que ir a admirar? ¿Tendría que ahogarme con él para imitar tanta virtud?
Querido adicto al trabajo, quiero decirte que te podés ir bien a la concha de tu madre, aunque eso te quedaría lejísimo de la redacción, y no sé si soportarías el exilio.