Este es un cuentito como para que caigas en la cuenta de que no todo lo que brilla es oro......(cualquier similitud con la realidad es pura coincidencia, por supuesto, como todo en este blog)
Corría el año 2006 y las casas de electrodomésticos no daban abasto para responder a la venta de televisores de pantalla plana y otros adminículos electrónicos para que los muchachos disfrutaran a pleno del mundial de Alemania.
Desde allí, apoltronados en sus sillones y con el control remoto incrustado en la mano, los señores de la casa no existían más que para abrazar sus camisetas, llorar sobre la pantalla – de alegría o tristeza, intermitentemente – y nada en el mundo parecía ser visible, más allá de lo que sucedía en la cancha, siendo incluso capaces de ignorar a Angelina Jolie desnuda y saludándolos por la ventana.
Estos son los momentos propicios para que muchas chicas confundidas, cometan las peores equivocaciones de sus vidas.
No es por justificar, pero sintiéndose ignoradas y poco tenidas en cuenta, se lanzan a las calles, copan los shopping o se internan en bares hasta que la tormenta futbolística termine y puedan volver a tomar posesión del hogar, hasta el momento copado por una horda de hombres embravecidos y mentalmente impedidos de reaccionar por otra cosa que no tenga forma de esfera.
En este paraíso futbolístico para algunos, cadalso deportivo para otras, mi amiga Ana se enamoró de un tal Santiago. Un mal bicho si los hay, un mentiroso de la primera hora, un vendehumo inescrupuloso, pero con una virtud difícil de dejar pasar por alto: Santiago odiaba el fútbol.
Ana, una chica del montón y acostumbrada a una existencia a medias, en pareja desde hacía años con un muchacho básico cuatro puertas, más bien tirando a Homero Simpson que a Rolling Stone. Amante empedernido del balón. El señor en cuestión, (resguardaremos su nombre por obvios motivos de conservar su reputación en el café) parecía revivir cada cuatro años: sólo cuando en el fútbol se juega un mundial. Durante el mes del gran torneo, caía más que nunca en una especie de ensoñación o trance. Una barrera difícil de superar hasta para Jolie como la parió Dios, ya lo dijimos.
La chica, un poco hastiada de tanto tiempo de descuento y definición por penales, se apartaba del televisor, en busca de mejores horizontes.
Hasta que un día lo vio. Sentado en la esquina de un bar, leyendo descaradamente un ejemplar de “El poder de la palabra”, un sábado a la tarde, mientras la ciudad hervía frente al televisor, viendo a Argentina ganarle a México.
Los ojos de ella se clavaron en el él, en el libro, en él otra vez y después en el libro. Le llamó la atención que al sujeto no pareciera interesarle nada más en el mundo que lo que se encontraba encerrado entre las tapas y el lomo de aquel ejemplar.
Tanta observación repercutió en el sujeto, privado de todo encanto físico él, pero con una actitud más que inquietante, al menos en este contexto monocromático.
Ana tardó aproximadamente diez minutos en hilvanar una frase para explicarle a Santiago qué hacía mirándolo sin ninguna vergüenza social, y menos de tres o cuatro segundos en enamorarse, en el living de su casa, mientras él se mostraba serenamente astenio al vicio futbolístico.
Parecerá quizás una frivolidad extrema, pero estas cualidades, señores, a las chicas muchas veces nos enamoran. Sin preámbulos ni evaluaciones, siendo poseedores de la virtud de ser indiferente ante la causa de nuestras desventuras, creemos que el susodicho del que nos acabamos de prendar, es una especie de reencarnación de Buda, Einstein y Leonardo Da Vinci, todos juntos y al unísono en un solo ser.
La historia fue bien corta. El idilio duró menos que Argentina en carrera por ganar la copa. Pero más corto aún fue el tiempo que el tal Santiago se tardó en comenzar a demostrar todas sus demás cualidades, no sólo la de la aversión a la pelota.
Porque, queridas mías, convengamos: un hombre al que no le gusta el fútbol, prolijo, solitario y buen amante, que elige un idilio de autor mientras Argentina se juega la clasificación a la próxima ronda, es al menos un psicópata en ciernes.
Pero lamentablemente, cuando una está enceguecida por el espécimen que tiene enfrente, no hila tan fino. Y cuando te querés acordar, estás en la puerta del horno, lista para la cocción, adobaba y con papas y todo.
En otras palabras, el mundial pasó, el planeta volvió a girar sobre su eje, el marido de Ana se restableció de su convulsión deportiva, se despegó del sillón y devolvió el control remoto al uso familiar. Pero la vida había cambiado a su alrededor. Sin saberlo, de pronto ya no eran dos, eran tres. En verdad dos y medio: porque de pronto, y sin dar mucha explicación, el adverso al fútbol desapareció.
Se esfumó como la copa del mundo para Messi y Teves.
El celular de Ana dejó de sonar a cualquier hora del día, y ella abandonó el hábito de salir de casa sin hacer ruido en mitad del partido. De pronto mi amiga había perdido un marido y extraviado un amante, casi al mismo tiempo y sin mucha posibilidad de procesarlo.
Nada más una cosa tuvo clara, desde ese día en adelante. Algo que aprendió como regla, mandamiento, ley imposible de quebrantar: apoltronados en sus sillas, delante del televisor antes de que empiece el partido, abigarrados de cerveza y con un botón de la camisa abierto porque la prenda cedió ante la imposición de una panza prominente, los hombres pierden el 45% de su atractivo. Sin embargo, mejor emprender la retirada frente al que te dice, desde su más íntegra masculinidad, “Ah, no sé contra quién juega Argentina, no miro fútbol”. Huyamos hacia la derecha, Hannibal viene marchando.
Desde allí, apoltronados en sus sillones y con el control remoto incrustado en la mano, los señores de la casa no existían más que para abrazar sus camisetas, llorar sobre la pantalla – de alegría o tristeza, intermitentemente – y nada en el mundo parecía ser visible, más allá de lo que sucedía en la cancha, siendo incluso capaces de ignorar a Angelina Jolie desnuda y saludándolos por la ventana.
Estos son los momentos propicios para que muchas chicas confundidas, cometan las peores equivocaciones de sus vidas.
No es por justificar, pero sintiéndose ignoradas y poco tenidas en cuenta, se lanzan a las calles, copan los shopping o se internan en bares hasta que la tormenta futbolística termine y puedan volver a tomar posesión del hogar, hasta el momento copado por una horda de hombres embravecidos y mentalmente impedidos de reaccionar por otra cosa que no tenga forma de esfera.
En este paraíso futbolístico para algunos, cadalso deportivo para otras, mi amiga Ana se enamoró de un tal Santiago. Un mal bicho si los hay, un mentiroso de la primera hora, un vendehumo inescrupuloso, pero con una virtud difícil de dejar pasar por alto: Santiago odiaba el fútbol.
Ana, una chica del montón y acostumbrada a una existencia a medias, en pareja desde hacía años con un muchacho básico cuatro puertas, más bien tirando a Homero Simpson que a Rolling Stone. Amante empedernido del balón. El señor en cuestión, (resguardaremos su nombre por obvios motivos de conservar su reputación en el café) parecía revivir cada cuatro años: sólo cuando en el fútbol se juega un mundial. Durante el mes del gran torneo, caía más que nunca en una especie de ensoñación o trance. Una barrera difícil de superar hasta para Jolie como la parió Dios, ya lo dijimos.
La chica, un poco hastiada de tanto tiempo de descuento y definición por penales, se apartaba del televisor, en busca de mejores horizontes.
Hasta que un día lo vio. Sentado en la esquina de un bar, leyendo descaradamente un ejemplar de “El poder de la palabra”, un sábado a la tarde, mientras la ciudad hervía frente al televisor, viendo a Argentina ganarle a México.
Los ojos de ella se clavaron en el él, en el libro, en él otra vez y después en el libro. Le llamó la atención que al sujeto no pareciera interesarle nada más en el mundo que lo que se encontraba encerrado entre las tapas y el lomo de aquel ejemplar.
Tanta observación repercutió en el sujeto, privado de todo encanto físico él, pero con una actitud más que inquietante, al menos en este contexto monocromático.
Ana tardó aproximadamente diez minutos en hilvanar una frase para explicarle a Santiago qué hacía mirándolo sin ninguna vergüenza social, y menos de tres o cuatro segundos en enamorarse, en el living de su casa, mientras él se mostraba serenamente astenio al vicio futbolístico.
Parecerá quizás una frivolidad extrema, pero estas cualidades, señores, a las chicas muchas veces nos enamoran. Sin preámbulos ni evaluaciones, siendo poseedores de la virtud de ser indiferente ante la causa de nuestras desventuras, creemos que el susodicho del que nos acabamos de prendar, es una especie de reencarnación de Buda, Einstein y Leonardo Da Vinci, todos juntos y al unísono en un solo ser.
La historia fue bien corta. El idilio duró menos que Argentina en carrera por ganar la copa. Pero más corto aún fue el tiempo que el tal Santiago se tardó en comenzar a demostrar todas sus demás cualidades, no sólo la de la aversión a la pelota.
Porque, queridas mías, convengamos: un hombre al que no le gusta el fútbol, prolijo, solitario y buen amante, que elige un idilio de autor mientras Argentina se juega la clasificación a la próxima ronda, es al menos un psicópata en ciernes.
Pero lamentablemente, cuando una está enceguecida por el espécimen que tiene enfrente, no hila tan fino. Y cuando te querés acordar, estás en la puerta del horno, lista para la cocción, adobaba y con papas y todo.
En otras palabras, el mundial pasó, el planeta volvió a girar sobre su eje, el marido de Ana se restableció de su convulsión deportiva, se despegó del sillón y devolvió el control remoto al uso familiar. Pero la vida había cambiado a su alrededor. Sin saberlo, de pronto ya no eran dos, eran tres. En verdad dos y medio: porque de pronto, y sin dar mucha explicación, el adverso al fútbol desapareció.
Se esfumó como la copa del mundo para Messi y Teves.
El celular de Ana dejó de sonar a cualquier hora del día, y ella abandonó el hábito de salir de casa sin hacer ruido en mitad del partido. De pronto mi amiga había perdido un marido y extraviado un amante, casi al mismo tiempo y sin mucha posibilidad de procesarlo.
Nada más una cosa tuvo clara, desde ese día en adelante. Algo que aprendió como regla, mandamiento, ley imposible de quebrantar: apoltronados en sus sillas, delante del televisor antes de que empiece el partido, abigarrados de cerveza y con un botón de la camisa abierto porque la prenda cedió ante la imposición de una panza prominente, los hombres pierden el 45% de su atractivo. Sin embargo, mejor emprender la retirada frente al que te dice, desde su más íntegra masculinidad, “Ah, no sé contra quién juega Argentina, no miro fútbol”. Huyamos hacia la derecha, Hannibal viene marchando.