sábado, 5 de diciembre de 2009

Yo tampoco quiero hablar con vos


La gente en general me cansa muchísimo. No aguanto los llamados telefónicos de números desconocidos, no tolero ni un poquito la inutilidad y la lentitud, y me pone furiosa que los pasajeros que se suben antes que yo al colectivo paguen con 14 monedas de 10 centavos.
Tampoco soporto las esperas, ni la cajera del supermercado barrial que para ahorrarse una miserable bolsa te mete todo junto y cuando salís, se te corta la odiosa manijita, entonces se te rompe la mitad de lo que compraste y la otra mitad, queda prolijamente esparcida por el suelo.
No aguanto a los deliverys que llegan cuarenta y cinco minutos después de lo que te dijeron y nunca traen cambio, ni a los taxistas que redondean a su favor.
Pero creo que una de las situaciones que sacan lo peor de mi son las personas que te hablan sin que vos les hayas dado una endeble señal de querer trabar conversación con ellos. Esos que te clavan la mirada fijamente, y hasta que no le devolvés el favor, ahí están, escudriñando como fieras agazapas a su presa.
En la tarea diaria de un cronista, son muchas las veces en las que tenés que soportar el chubasco de ser fletado al infinito y más allá por el entrevistado al que le resultaste inoportuno, o simplemente no te quiere contestar. Pero señores, sépanlo: yo tampoco quiero hablar con ustedes! En verdad, sólo quiero hablar con muy pocas personas en este mundo: mis sobrinos, con Tuluz, con mi vieja, mis hermanos, mis amigos y el Nacho. De vez en cuando, he entrevistado a personas que me han dejado con la boca abierta y el corazón encogido de emoción, son los menos, contados con los dedos de una mano, pero los recuerdo puntualmente. Sin embargo, a diario, tengo que soportar los embates de una profesión no querida por casi toda la sociedad, y de esas nominadas para tener la culpa de todo lo que sucede sobre la faz de la tierra. “Es culpa de la prensa” “Los diarios publican cualquier cosa” “Lo que pasa es que vos no entendiste lo que te quise explicar” “yo no dije eso” “lo sacaron de contexto” “Ahora no te puedo atender, estoy en una reunión” “No tengo nada para decir”, son las contestaciones que recibo unas 130 veces por día.
A veces, entiendo, me pongo en el lugar del otro y entiendo. Y otras, tengo ganas de decirles la verdad: yo tampoco tengo ganas de hablar con vos! Si fuera por mi escribiría acerca de la floración del jacarandá los 12 meses del año! ¿Por qué se creerán exclusivos? ¿Por qué supondrán que yo tocaría el cielo con las manos si me dieran esa entrevista a la cual no quieren responder? Yo soy feliz con otras cosas. Si me levanto y encuentro inmediatamente los zapatos al lado de la cama. Si no me quedo dormida con los lentes de contacto puestos. Cuando logro terminar un libro y cuando descongelo la heladera antes de que se haga el glaciar Perito Moreno adentro, tan simple como eso.
Pero lidiar con un político que sé que me está mintiendo, con un funcionario que esconde el 90 % de información genuina, con un médico que se cree la encarnación de dios en la tierra, con un vecino enfurecido porque hace 20 días que no tiene agua y con un empleado público que hace cien años que no quiere trabajar, no es una tarea que siempre encuentro agradable.
Por eso, hagámosla corta, que nuestro contacto dure un suspiro. Dame lo que busco y desapareceré sin dejar mucha huella, y para cuando te des cuenta, ambos nos habremos olvidado uno del otro. Tus respuestas formarán parte de mi memoria más inmediata y vos no sabrás de mi hasta nuestro próximo olvido.